Miércoles santo

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Mt 26, 14-25 EVANGELIO EN AUDIO

En el equipo de Jesús, uno resultó ser un traidor, el otro le negó, otros huyeron y lo abandonaron... No debemos desanimarnos si nuestros equipos o nuestras comunidades no se parecen al ideal que nos gustaría. Basta con que predomine, con que sea mayor, el espacio dedicado a la sinceridad, a la buena voluntad y al afecto verdadero. 
Hay que arar con los bueyes de los que se dispone, sabiendo que será Dios quien otorgue el crecimiento; aprender a disfrutar de la diversidad, e incluso de la imperfección, de la comunidad.
       La vida discipular es una vida que tiene exigencias profundas y serias. Jesús pide al grupo de sus seguidores adhesión y fidelidad a la causa. Pero no siempre es fácil para el discípulo entrar en la lógica del Maestro. Jesús propone cosas fuertes. Cosas tremendas. Para asumir la propuesta de Jesús es necesario romper con la lógica del mundo, del egoísmo y el acaparamiento.
       La vida cristiana no es una vida de relax. Tampoco de acomodamiento social, de carrerismo hacia un mejor puesto o un cambio de status. El discípulo tiene que romper con todo aquello que desdice de Jesús y de su causa, para abrazar lo más genuino del seguimiento y del proseguimiento de la causa del Maestro de Nazaret.
Es el momento oportuno para acoger a Jesús, su invitación y su Buena Noticia. Dios, a través de la persona de Jesús, ha venido a nuestro encuentro, ahora hagamos la tarea que nos corresponde, a fin de vivir nuestra propia cristificación. ¡Comencemos!
Jesús no celebró la cena de despedida en el día de la Pascua judía (el Pessah). El evangelio de Juan puntualiza este asunto cuando  precisa que todo esto ocurrió "antes de la fiesta de pascua" (Jn 13.1; 18,28b). Así se pensó en los primeros siglos de la Iglesia. Orígenes, Apolinar de Laodicea, Juan Crisóstomo y la tradición exegética occidental así lo atestiguan. Esta idea se mantuvo en la Iglesia hasta el s. XVI . Por tanto, la última cena no fue un acto "religioso" o "sagrado" sino una "cena de despedida", un "simposio" por la importancia que tenía el banquete en la cultura de aquellos tiempos.
     Entre las cosas que ocurrieron aquella noche, llama la atención la importancia que le conceden los evangelios a Judas en el relato de la Pasión. La liturgia de Semana Santa insiste también en ello. Los textos que recuerdan a este siniestro personaje son abundantes (Mt 10.4; 26,14.25.47; Me 3,19; 14,10.43; Le 6,16; 22.3.47.48; Jn 6,71; 12,4; 13,2.26.29; 14,22; 18,2.3. 5; Hch 1,16). Sin duda la Iglesia vio siempre, en este personaje, el testimonio de una figura detestable que, por desgracia, perdura en la Iglesia. Es la figura del que, taimadamente, a ocultas y con disimulo, entre los mismos apóstoles, sigue traicionando a Jesús, a su Evangelio, por mantener sus ideas, sus intereses, su codicia por el dinero, su cargo de privilegio.
    Por desgracia, tener un cargo en la Iglesia o ser "católico practicante" son denominaciones que dan categoría y que, en no pocos ambientes, hacen "fiable" a una persona. Por desgracia, son muchos los que se sirven de la religiosidad o de la "carrera eclesiástica" sencillamente para trepar o para vivir mejor en este mundo. 
    Los "judas" de siempre están siempre minando la credibilidad del Evangelio. Y seguramente ni se dan cuenta del daño que se hacen a sí mismos. Y del daño que le hacen a tanta gente.

 DE LAS HOMILÍAS DE MONSEÑOR PIRONIO

Miércoles Santo Is 50, 4-9a / Sal 68 / Mt 26,14-25

De una homilía del 3 de abril de 1985

Estamos a las puertas del Triduo Sacro. Mañana comenzará la celebración del Misterio Pascual con la bendición de los óleos por la mañana –la Misa de la unidad eclesial–, la Cena del Señor por la tarde, luego el Viernes de la Pasión del Señor, el sábado del silencio y el Domingo de la Pascua, la Resurrección y la vida del Señor. Son días que exigen de nosotros particular recogimiento interior. Pedirle al Señor que nos haga vivir intensamente el Misterio Pascual, con todo lo que supone de desprendimiento y de entrega, de pobreza y de inmolación, de cruz y de esperanza.

Que vivamos intensamente la Pasión del Señor como decía hermosamente la oración de ayer, en la versión italiana: que vivamos intensamente la Pasión del Señor a fin de poder gustar la dulzura del perdón. Entretanto, la Liturgia nos propone durante estos días la figura del siervo sufriente del Señor. Todos estos días hemos estado leyendo los cánticos del siervo de Yahvé: el lunes, el martes, hoy y acabaremos el viernes con el cuarto canto. Es la misma imagen que nos presenta San Pablo en la segunda lectura del domingo pasado: siendo Dios, se anonadó, se despojó de sí mismo, se hizo hombre, se hizo siervo, obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Y por eso el Padre lo exaltó dándole un nombre superior a todo nombre.

Ahí está todo el misterio del anonadamiento y de la exaltación, de la muerte y la glorificación de Jesús. Ahí está el Misterio Pascual.

Para nosotros, particularmente para mí sacerdote la meditación de los cuatro cantos del siervo de Yahvé es central porque ahí se inspira nuestra propia espiritualidad y nuestra actitud de inmolación.

El tercer canto que es el que acabamos de leer ahora dice: el Señor me ha dado una lengua de discípulo para que yo sepa decir una palabra de aliento al que está desalentado, al que ha perdido la confianza.

El Señor me ha dado una lengua de discípulo. ¿Qué quiere decir una lengua de discípulo? Alguien que sabe escuchar, alguien que necesita estar en silencio y en oración para poder decir después a los demás una palabra de aliento. Y esto está muy dentro de nuestra vocación, de la de ustedes y de la mía, como sacerdote, cuya vocación como la de María es acoger la Palabra, engendrarla adentro y poder decirle una palabra de aliento al desalentado.

Cada mañana el Señor me abre el oído para que yo escuche como un discípulo, como un iniciado. Es una característica de nuestra vocación. El silencio, la oración, la contemplación, la actitud de escuchar la Palabra del Señor para poder decir algo a los demás.

Otra actitud es el sufrimiento, la cruz. Está muy dentro de nuestra vocación. Ese poema que leíamos el domingo en la segunda lectura de Pablo: se hizo obediente hasta la muerte y muerte de Cruz, tiene que estar en nuestro camino de servidores del Señor, de servidores de los demás. Pasar necesariamente por la cruz para poder llegar a la gloria.

He presentado mi espalda a los que me flagelaban, a aquellos que querían arrancarme la barba, no he querido sacar mi cara de los insultos, de los salivazos. Es decir la cruz, la cruz.

Y sobre todo en el cuarto cántico, el que vamos a leer el viernes por la tarde, aparece una descripción en Isaías de todo lo que pasó en la Pasión del Señor. Cómo fue golpeado por nuestros pecados, cómo Él cargó con todas nuestras dolencias, con todos nuestros sufrimientos. Si queremos ser verdaderos siervos tenemos que pasar necesariamente por la cruz pascual del Señor, una cruz que nos lleva a la resurrección y a la fecundidad de nuestra vida.

Pero un tercer elemento que aparece siempre en el siervo es la seguridad de que Dios, el Padre está allí, está muy cerca. El Señor Dios me asiste, por eso yo no me abato, no me confundo. Por eso puedo yo poner mi cara dura como una piedra sabiendo que no quedaré confundido. Está muy cerca el que hace justicia. ¿Quién podrá pelear contra mí?

Y en otras partes están esas hermosísimas expresiones que dicen: este es mi siervo a quien yo sostengo, Él me llamó por mi nombre cuando estaba en el seno de mi madre, me tomó por la mano, me esconde en el hueco de su mano, eso lo leíamos ayer.

O sea, dentro de la cruz y del sufrimiento la seguridad de que Dios nos guarda como en el hueco de la mano, que nos va llevando de la mano, que nos sostiene, que nos nombra.

Yo creo que la Semana Santa, estos días sobre todo, el Misterio Pascual, son jornadas estupendas para renovar nuestra vocación, nuestra vocación de siervos, servidores. Lo vamos a hacer, le pedimos a nuestra Señora, la humilde servidora del Señor, que nos ayude a vivir intensamente estos días. Que nos dé a nosotros también lengua de discípulos, que podamos escuchar en el silencio contemplativo la palabra que hemos de decir después como aliento a los demás, que nos dé serenidad y fortaleza cuando el Señor nos pide la cruz, cuando el Señor nos regala con el don de la cruz. Y que sobre todo experimentemos siempre el amor del Padre: Él está cerca, Él está dentro, Él nos ha formado, Él nos ha nombrado, Él nos llamó, Él nos sostiene, Él nos guarda en el hueco de su mano.


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