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El evangelio muestra el itinerario espiritual que recorre María Magdalena y, en ella, se traza el caminar de la comunidad.
Primero, se experimenta el llanto (v. 11). Las lágrimas denotan un afecto intenso, donde la fe y la incipiente comunidad parecen deshacerse; pero ellas no desmerecen la búsqueda de María, al contrario, la cualifican, porque no se resigna al fracaso, sino que, en el lugar de la pérdida, adquiere una densidad que revela la presencia esperanzadora de Dios.
Segundo, acontecen el encuentro y el reconocimiento del Maestro (vv. 14-17). En medio de la ausencia de sentido, toma forma el encuentro con el Resucitado que confiere identidad a la persona-comunidad (v.16) y les muestra a quiénes pertenecen: a su Padre y Dios (v. 17).
Tercero, tiene lugar la experiencia del testimonio público del Resucitado (v. 18). La experiencia existencial de María y de la comunidad, son la misma que recorre el creyente cuando decide sentirse enviado a anunciar la buena noticia de la resurrección a los otros. ¿Cómo personas pertenecientes a comunidades creyentes, estamos dispuestos a hacer este camino?
Este relato destaca, aún más que otros, la singular y hasta desconcertante bondad de Jesús. Una bondad y una humanidad que se palpan más de cerca en el Resucitado. Se advierte fácilmente que Jesús tuvo una especial delicadeza con esta mujer de la que el evangelio de Lucas afirma que habían salido siete demonios (Lc 8,2). Cosa que, en el vocabulario de la antigua aritmología, representa la plenitud de todos los males. Y, sin embargo, Jesús la estimó tanto y tanta bondad derrochó con ella.
El relato da a entender que entre Jesús y esta mujer hubo una delicada relación de respeto, de confianza, de atención y de transparencia. No hay datos que hagan pensar que entre Jesús y la Magdalena hubo otro tipo de relación. En definitiva, lo que Jesús y ella cultivaron fue una fe tan honda como ejemplar. Era la amistad limpia que más nos humaniza.
Aquí aparece de nuevo "lo divino" y "lo humano" fundidos en una unidad que nunca acabamos de creer y aceptar. Jesús habla de "mi Padre" y "vuestro Padre", de "mi Dios" y "vuestro Dios". No se trata de que haya dos "Padres" o dos "Dioses". Ni tampoco se trata de que haya dos tipos de relación con el Padre y con Dios. No. Se trata de que el mismo Padre y el mismo Dios es tan de Jesús como nuestro. Jesús nos ha fundido en una misma relación, que es suya y nuestra, con el Padre y con Dios. Esto, seguramente, es el fruto más hondo de la Resurrección, la de Jesús y la nuestra.
Por eso, cuando leemos los evangelios y cuando recordamos al perpetuo "Viviente", que es Jesús, tenemos que acostumbrarnos a ver y sentir en él al hombre que vivió en Palestina, en el siglo primero, y a Dios eterno y Santo por excelencia. Ambas realidades, fundidas en una realidad. La única realidad que tenemos a nuestro alcance, que es su humanidad. Y es en esa humanidad donde encontramos y palpamos a Dios. Siempre divino. Pero visto en nuestra humanidad, la que vivió y constituyó a Jesús.


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